la ciudad que dejamos atrás

La ciudad que dejamos atrás no tiene seguridad ontológica.

Los problemas que aquejan a las actuales ciudades, nos han ido alejando de las reflexiones en torno al origen de las mismas. Pensar el origen de la ciudad implicaría referirse de entrada a la memoria. Sin embargo, esto pondría el énfasis en los objetos y en las obras. Es difícil encontrar el origen único de un espacio que es ante todo el tejido de otros espacios y tiempos que han configurado los innumerables rituales que dan existencia al (des)orden construido. Toda lectura del pasado de una ciudad es necesariamente fragmentada y no se orienta a la construcción de una historia global sino a una arqueología que se arma a partir de problemáticas y desde el presente. Lectura de la que me siento incapaz de realizar.

Prefiero hablar del origen de la ciudad desde una mirada más simbólica. Diré que en el principio fue el pálpito y la sospecha. Pienso en aquella extraña costumbre del urbanista que construye sus ciudades sobre un símbolo: una nube detenida en las cercanías de las aguas amargas de un antiguo lago, el pico humeante de aquella montaña, la huella desvanecida de las gaviotas, el heráldico del nopal que sustentaba una águila devorando a la serpiente, el niño mirando fijamente un punto lejano, la mujer que lloró cuando descubrió la distancia.

¿Qué palpito inspiró al urbanista que construyó la ciudad que hoy habitamos? ¿Con qué agua fresca sació su sed de anhelo? No lo sé. Ante la naturaleza de una ciudad tan confusa como la nuestra es difícil saberlo. Tampoco nuestro modo cotidiano de vida nos da pistas al respecto.

Generalmente, nunca nos percatamos de que la ciudad existe. No se trata de la consecuencia de una desilusión, sino de una evasión. Olvidamos que llevamos en nuestra espalda, como el ángel sus alas, la ciudad que hemos hecho. Por eso vivimos en lo alto y hacia los márgenes, donde la atención solo puede fijarse en el cielo, borrándose toda otra motivación del paisaje.

Posiblemente nuestro símbolo sea el cielo, eso explica el hecho de que nuestras calles no sean calles sino cuestas. Nacimos de y con la contemplación del cielo de la misma manera en que la pirámide precolombina lo hizo del volcán.

Y al ver al cielo lo que hacemos es desalojar a la ciudad de su lugar, o darle un lugar secundario como significante, como si ella mirara hacia otro sitio fuera de sí, como si su construcción se pusiera en movimiento, como si fuera una traducción o una metáfora de otra cosa, algo extraño a nosotros. Nada nos resulta verdaderamente originario en esta ciudad, porque todas sus construcciones son ya la huella de algo, la memoria de algo ya sido que no termina de convocar a sus habitantes. Lo que aquí se ha dado en llamar casco histórico es algo que se constituye en retazos, fragmentos de origen diversos e insuficientes para alcanzar una lógica del devenir urbano. Está claro que no hay permanencia en parte alguna, y que esta ciudad es una ciudad sin asideros fijos, un universo sin puntos de apoyo definitivos, sin perspectiva, sin seguridad ontológica, y que a diferencia de las cosas, objetos, monumentos y edificaciones, sólo nosotros pasamos por delante de todo como aire que cambia. La ventaja de vivir en esta ciudad, si podríamos llamarle así, radica en el hecho de no tener nada propio, eso vuelve más interesante la posibilidad de reinventarnos. Por eso observamos al cielo, porque anhelamos ver que lo que dejamos atrás también se reinvente.

Allan Núñez/ 21.05.09