Mirar la ciudad

La recepcionista del hotel tenía rasgos garifunas, guapa ella, un poco extrovertida, “es primera ves…!”, me preguntó sin mediar palabra y sin esperar a que le respondiera me apuntó: “esta ciudad hay que mirarla…!”

Mirar la ciudad en que uno vive, pensé, es como mirarse el ombligo, es como caminar en círculos sin encontrarse la cola, los pies o la cabeza, es como verse fijamente al espejo y decir casi sin pensar, ¡ hombre, no estamos tan mal…!, reaccionar milésimas de segundo después y sonreír intentando disimular una cana, una verruga, un bache.

Mirar la ciudad en que uno vive implica un ejercicio de introspección, de autocrítica, de amor-odio, pasa por el abrazo cálido y tierno, aquel solidario con el que abrazamos los escombros dejados por el Mitch, pasa por maldecir la mugre y el desorden en una geografía siempre quebrada y accidentada.

Mirar la ciudad en la que uno vive con la disciplina y la rigidez arquitectónica de las tipologías de los Becker o la óptica grandilocuente y monumentalista de la flamante nueva escuela fotográfica alemana, (Andreas Gursky, Thomas Ruff y compañía). Podría resultar en el contexto centroamericano, en un fuera de lugar disonante y hasta absurdo. Quizá sea mas conveniente mirarla con el desenfado con que Nabuyoshi Araki ve el Tokio de sus dolores, real y sin aspavientos.

Sin duda el espacio urbano se presenta en la fotografía contemporánea como un escenario rico en posibilidades de abordajes y lecturas, un escenario inagotable como el de aquel primer daguerrotipo de un París confuso y borroso, como nuestra Tegucigalpa de hoy, confusa y borrosa.

walterio iraheta · curador